Los Cielos de Velázquez sorprendieron a todo el mundo
Dos inventores, uno alto y delgado y otro bajo y rechoncho, dieron con la fórmula para controlar el clima.
Decían que para ser inventor debías ser ingeniero, pero lo cierto es que ninguno de los dos tenía título universitario. Eran dos manitas, de los de antes. Amigos de toda la vida.
Su primera incursión en el mundo laboral fue un fiasco, a cual peor. Uno por la tirria que el jefe le profesaba y el otro por su desidia con las ordenanzas marcadas por un tercero. Acabaron asqueados de su trabajo, pero sobre todo de la falta de imaginación que acarreaban las jornadas de diez horas.
Entre los dos idearon mil maneras de salir del paso. La burocracia cerró su primer emprendimiento, un taller de motos eléctricas. Creían que podrían levantar entre los dos un pequeño imperio, pero ya de primeras se dieron de bruces con la realidad, que no era otra que la falta de dinero. Si invertían en maquinaria se quedaban sin dinero para el local, si invertían en un local se quedaban sin dinero para publicitarse y si invertían en publicidad se quedaban sin dinero para maquinaria. Todo parecía tener solución negativa.
Los dos inventores siempre habían soñado con tocar las nubes, se quedaban enortados con los cielos pintados por Velázquez. Quizá por eso fueran tan amigos, porque los dos compartían esa pasión por el cielo, que no les dejaba mantener los pies en el suelo ni por un momento.
El fracaso
Después de varios trabajos infructuosos, de varios negocios a los que tuvieron que echar el cierre y tras arruinarse en incontables ocasiones, los dos inventores coincidieron que lo mejor sería marchar de su ciudad e irse a vivir al campo. Cada uno acarreaba varios matrimonios fallidos y nula descendencia. Pero ambos mantenían su pasión por los cielos de Velázquez.
Su primer pensamiento al llegar a su nueva residencia en mitad de la nada fue de desolación. Parecía que el fracaso se cernía sobre ellos apenas llegados a la mitad de la treintena. Cada uno parecía haber vivido varias vidas. Sus cuerpos estaban agotados y carecían de estímulos suficientes. La ciudad les había desahuciado y el campo era la única salida.
Los dos amigos comenzaron a trabajar para un terrateniente que poseía maquinaria de otra época. Comenzaron como se comienzan en esas circunstancias, sin ninguna esperanza.
El golpe de suerte
Al cabo de los días, mientras tomaban su cerveza de atardecer, recibieron una llamada. Es irónico lo que el destino depara a quien menos espera. Y es que los dos inventores se desprendieron de la esperanza y quizá lo hicieron demasiado pronto, puesto que la llamada les vino a indicar que debían recoger todos los bártulos abandonados del trastero que poseían o tendrían que pagar una multa al ayuntamiento.
El gordo despotricaba y vociferaba acerca de la mala suerte que les amparaba. Cómo puede ser que hubiera dos personas con tan mala suerte. El delgado en cambio, pensó para sus adentros, quizá esa era la oportunidad que se les negó desde el principio.
El trastero lo tenían alquilado desde hacía varios años, de cuando intentaron montar el taller de motos eléctricas. Dejaron de pagar hace ya un lustro y todos los materiales quedaron dentro. La empresa que les arrendaba el trastero no efectuó el desahucio en su momento debido a que la suerte había hecho que los papeles se los engullera el infortunio de una persona desordenada.
La puesta en marcha
Esa noche la pasaron en vela. No sabían cómo enfrentarse a la situación que tenían enfrente. Debían partir a la mañana siguiente rumbo a la ciudad y no disponían más que de apenas unos euros en sus cuentas corrientes, que de corrientes tenían lo vulgar de la palabra, porque fluir fluían poco.
Alquilaron por cuatro perras la furgoneta de un antiguo compañero, que les hizo buen precio, y pasaron la mañana yendo y viniendo desde el trastero hasta el campo. En esos viajes, fueron contemplando cómo las nubes iban cambiando de posición y gracias al viento formaban uno de esos cielos de Velázquez que tanto admiraban. El único consuelo que encontraron fue la cerveza del atardecer que esa tarde se convirtió en el punto de inflexión de sus vidas. Desde aquél momento, la vida de nuestros dos inventores dejaría de ser triste y pasaría a ser mágica.
Dicen de la magia que son las prácticas con las que se pretende conseguir cosas extraordinarias con ayuda de seres o fuerzas sobrenaturales. Para nuestros inventores, no dejó de ser una casualidad, mágica, pero casualidad a fin de cuentas.
Las casualidades dieron paso a la genialidad
Lo cierto es que entre las cosas que rescataron de aquél trastero, había pocas de valor, pero la maña de estos dos inventores les dio alas para entender la grandeza del material que ahora se hallaba en su poder. Comenzaron a elucubrar sobre cómo utilizar este material para su beneficio y cómo con los conocimiento que tenían de electricidad, miliamperios, voltaje, corriente continua y alterna y cosas de esas que únicamente ellos entendían, podrían desarrollar una herramienta capaz de proporcionarles atardeceres únicos. Serían los primeros humanos en controlar el devenir de los cielos, de las nubes y de los paisajes que éstas formaran.
Tras una amigable charla con el terrateniente, le prometieron que éste sería dueño de parte del nuevo proyecto. El proyecto se denominaría Los Cielos de Velázquez, en honor a todas aquellas cervezas de atardecer.
Tardaron más de tres años en construir la máquina, tres años completamente subvencionados por el terrateniente, que enamorado de la forma en la que los urbanitas hablaban de sus cosas, no le quedó otra que hacer de mecenas. Todo sea por el bien de la investigación.
Fue después de mucho esfuerzo, muchas pruebas y muchos calambres, cuando por fin se dispusieron a encender la máquina. Cruzaron los dedos, estaban a punto de cambiar el clima para siempre.
Llamaron a todo el pueblo. El alcalde quiso apropiarse de la fiesta, invitó a grandes personalidades y empresarios de la zona para que vieran cómo era aquello de vivir en un pueblo de gentes tan inspiradoras y buscó financiación para el evento. Desde todos los rincones de la localidad se habían hecho eco de la gran fiesta que vendría después del éxito. Todo tipo de personas se reunió en torno a la gran máquina construida por los dos inventores.
La hora señalada estaba a punto de llegar. Los dos inventores estaban completamente anonadados ante tanta expectación. Lo cierto es que nunca pensaron estar en el centro del huracán informativo. Lo que les congratulaba enormemente pero al mismo tiempo les daba un poco de corte. No saber qué contar, ellos que solo hablaban fluido con unas cervezas de por medio. Tras un par de minutos titubeantes, el terrateniente tomó la palabra. Avisó al cámara de la televisión local y le insistió en que no se dejara ningún plano por grabar.
Tres… Dos… Uno… ¡¡¡CHAS!!!
Nada. No había pasado nada.
¿Cómo?
¡Sí!
Sí que había pasado. Las nubes ya no se movían. Estaban completamente estáticas. Parecía un cuadro. Un cuadro de Velázquez. Lo habían conseguido. Los inventores no cabían en su gozo. La realidad superaba con creces la ficción. Eran ricos. Lo habían conseguido.
– ¿He oído ron?, ¡que corra el ron!
Increíble. La gente no se lo podía creer, era ciencia ficción. No puede se que estos dos desahuciados hubieran conseguido parar a las nubes. En otra época hubiera pasado directamente a la hoguera. Era brujería.
Pero lo cierto es que los inventores ahora no podían calcular el alcance de su heroicidad. Bien utilizada, esta máquina, con mayor potencia, podría acabar con el hambre en el mundo. Podríamos ser capaces de establecer un sistema de lluvias controlado, acabar con las catástrofes y con el cambio climático. Podríamos ser capaces de darle la vuelta al sistema.
Y todo se lo debemos a Velazquez y sus cielos. Ellos inspiraron esta historia. Y por supuesto que se lo debemos a los dos inventores, que a día de hoy descansan, como terratenientes, en un lugar recóndito de la tierra, donde son felices y tienen un microclima propio, un atardecer a medida y una cerveza bien fría entre las manos.
Son sueños.